Mi padre libraba los Martes, y así decía la M mayúscula que lucía el viejo Seat 131 negro en ambos costados. El Martes era día de libranza, día de meriendas anticipadas a la salida del colegio, de rebanada de pan con Nocilla. Me pregunto por qué razón la Nocilla de entonces no es la misma cosa que la Nocilla de ahora. Tampoco el chocolate, los bollos o las natillas, que cambiaron sabores; otros desaparecieron, como los yogures Chamburcy. Siempre los martes, excusa para acampar por los rincones del Madrid gris de siempre, el de las paredes empapeladas con motivos transición democrática. El Madrid de Tío Pepe en postales de recuerdo. Y yo decía, ¡Qué ilustre hombre mi padre, que en aquel edificio tan alto del centro han plantado su nombre!, grande mi padre y grande el rótulo, ¡Para que todo el mundo lo vea!.
Y así pasaron los años de una infancia espectacularmente anegada de sollozos (siempre fui un gran llorica) y risotadas, es decir, con más glorias que penas. Entre farolillos de colores y carteles raídos por las lluvias de diciembre me desenvolvía como pez en el agua, un pez con botas de goma nadando en los charcos de las aceras. Y al llegar estas fechas comenzaban a derramar los tubos de escape de los coches el humo gris fecundo que siempre hizo buenas migas con la espesa niebla de mi Madrid (que no es la de Londres, pero es la mía). Pasajes de mi niñez que transcurren entre la Calle del Arenal y la Plaza de Oriente, entre el Barrio de Carabanchel y el de Sésamo, que estaba tan sólo dos manzanas y una pera más abajo. De esta forma me asomo a estas fechas, como hacía mi madre al kiosco para pedir el Mortadelo y Filemón, que fue mi referencia cultural y literaria por los siglos de los siglos, para recordar con tremendo cariño el olor de los caramelos de eucalipto en el cajón de mi abuelo, el cariño hecho mujer cuando zurcía mi nombre en un babi de cuadros azules, a María subiendo las bolsas con los regalos, la copa de coñac y el humo del puro en una tarde de sábado frente a “Llon Baine” y Adamo en el tocadiscos. Al escribir estas líneas mi memoria toma la línea cinco en sentido opuesto, desde Carabanchel a la infancia, y me veo arremolinado a la salida de un colegio de monjas, esperando que se abra la puerta, para agarrarme a la mano cálida de mi madre y subirme a la parte trasera de aquél taxi negro que libraba en martes.
David Jiménez nace en Madrid en 1978. Profesor de Música, experto en Musicoterapia por la Universidad de Alcalá de Henares, músico, poeta e ilustrador.
Tras años dedicado a la enseñanza, decide dar forma a las canciones, relatos y poemas que día tras día lleva a la práctica en las aulas, adentrándose en el mundo literario infantil. En 2017 se forma con la ilustradora Marián Lario, en «Creación de Álbum ilustrado» e «Ilustración Digital». En 2019 publica el poemario infantil 64 Tankas para una tarde de verano con la editorial BABIDI-BÚ.